Siempre recordaré la noche que murió mi padre. Era una noche luminosa, aunque ninguna estrella brillaba en el cielo. Y también lo recordaré a él, acostado sobre un pasillo adornado con guirnaldas y esferas, rodeado de personas cubiertas de pies a cabeza por extrañas ropas blancas que trataban de obligarlo a respirar.
O mejor
lo recordaré antes, el día que fuimos juntos a un pequeño viaje navideño el
campo, cuando apenas era un niño. Era primera navidad fuera de la ciudad y
estaba un poco renuente a dejar atrás el árbol envuelto en series de luces. Sin
embargo, cuando vi el cielo estrellado, mi opinión cambió por completo.
“Mira,
hijo” me dijo mi padre mientras me abrazaba “Mira cuántas estrellas brillan en
el cielo”. Y era verdad, un espectáculo del que me había perdido los pocos años
de mi existencia por el solo hecho de ser citadino. Desde ese día volvíamos en
cada navidad, cambiando la calidez de una cena a base de pavo por bocadillos
acompañados con café. Sin embargo, el techo sobre nosotros era infinito,
iluminado como ninguna casa que hubiera visto antes.
Ahora
estaba atrapado en ese hospital, condenado a llenar un mundo de papeleo para
recuperar un cuerpo dentro de una bolsa, apresurado por despejar el lugar en el
suelo para que alguien más viniera a morirse. Nadie quiere exhalar su aliento
sentado en una silla y quedar esperando eternamente un turno que jamás
llegaría. Por lo menos, tenderte en el piso te prepara un poco para el ataúd y
el improvisado agujero en la tierra.
Miré por
la ventana a la gente arremolinada en la banqueta, junto a la reja principal,
muchos de ellos en sillas de ruedas aferrados a sus tanques. Recordé también
que a mi padre no le gustaban las concurrencias. Sin duda detestaba este lugar,
pero cuando llegó ya no tenía más opciones. Siempre solía decir que el exceso
de personas lo ponía mal, probablemente porque odiaba los días en que teníamos
que ir a un centro eternamente saturado para abastecer nuestro negocio. Pero
esos habían sido otros tiempos.
Afortunadamente,
el hospital contaba con un oportuno acuerdo con la funeraria, así que podían
entregarme el cuerpo en el ataúd que mis posibilidades permitieran. Pregunté si
los féretros se fabricaban en China, provocando la sonrisa del encargado. No
bromeaba, pero tampoco me molesté en aclarar la situación. Mi padre desconfiaba
todo lo que producía en el oriente lejano. Cuando se enteró que la enfermedad
venía desde allá, no dejaba de mencionar que no llegaría demasiado lejos porque
el virus seguramente estaría defectuoso. Con los días nos dimos cuenta que no
era así.
La
enfermedad tenía una manufactura muy resistente, al grado de vaciar calles
acostumbradas a un tropel interminable de peatones. Pronto también golpeó
nuestro pequeño negocio, obligándonos a buscar nuestros centavos en la calle para
comer algo durante la cena. Siempre que pasábamos con nuestras mercancías por las
avenidas, podía sentir en nuestras espaldas las miradas y los dedos acusatorios
provenientes de balcones y ventanas. No podía verlos ni escuchar lo que decían,
pero probablemente me culpaban por hacer salir a un señor de edad y exponerlo a
la enfermedad, que tanta preferencia tenía por los ancianos. Ellos ignoraban
que nuestro presente se reducía a dos opciones: quedarnos sin aire o quedarnos
sin comida. Mi padre optó por la primera.
Finalmente,
el empleado de la funeraria subió el féretro a la carroza y, con una ceremonia
ensayada cientos de veces, me dio el pésame indicando que estábamos listos para
partir. La periferia del hospital hervía de actividad, pero cuando nos alejamos
un par de calles me percaté que la ciudad estaba prácticamente desierta a esa
hora de la madrugada. El cielo se hallaba desnudo, pero los árboles y los
balcones rebosaban de luces multicolores. Me trajeron a la mente los días
anteriores cuando, provisto con lo poco que habíamos logrado ahorrar, salí para
comprar un poco de romeritos y frutas para el ponche. Este año no podríamos
realizar nuestra acostumbrada acampada navideña, pero al menos tendríamos una
cena tradicional.
Cuando volví
de la compra ese día escuché por primera vez la tos de mi padre, discreta pero
constante. No me dijo nada sobre ello, solamente me recomendó guardar bien las
cosas para tenerlas listas en navidad. Posiblemente podríamos completar el menú
con unas barras de pan. Cuando me di la vuelta lo escuché luchar para contener
un acceso de tos más fuerte, que terminó venciéndolo.
Llegando
a la casa instruí al empleado de la funeraria para que dejara el ataúd sobre la
mesa. Le di una algunas monedas de propina que miró con desagrado y me dejó
solo al instante, probablemente buscando salir de una casa marcada por la
enfermedad. Contemplé la caja sobre su improvisado soporte, sabiendo que mi
padre reposaba dentro de ella. Pero hace tan solo veinticuatro horas no había
sido así. Un día antes él estaba sentado sobre el sillón, esperando una
ambulancia que tardó una eternidad y luchando por un oxígeno que no podíamos
pagar. En los intervalos que los violentos ataques de tos se lo permitían, no
paraba de decirme que compensaríamos el año siguiente con una acampada aún mayor
que las anteriores. Cuando llegamos al hospital, quise arrancarle la promesa de
que volveríamos juntos para nuestra cena de navidad. Él ya no respondió,
solamente me dirigió una última mirada vidriosa y se desplomó el suelo.
En
cierto modo, pudo volver a casa. Pero ya no habrá cena navideña, ni regalos ni
felicitaciones a la mañana siguiente. Apagué la luz, pero podía adivinar el
contorno del féretro en la oscuridad, así que desvié mi vista hacia la ventana.
Ahí afuera brillaban las luces en los balcones y en los árboles. Empañadas por
las lágrimas que recién acudían a mis ojos parecían estrellas. Y yo sentía aún
el abrazo de mi padre.