viernes, 8 de enero de 2021

Mi padre murió una noche estrellada.

 Siempre recordaré la noche que murió mi padre. Era una noche luminosa, aunque ninguna estrella brillaba en el cielo. Y también lo recordaré a él, acostado sobre un pasillo adornado con guirnaldas y esferas, rodeado de personas cubiertas de pies a cabeza por extrañas ropas blancas que trataban de obligarlo a respirar.

               O mejor lo recordaré antes, el día que fuimos juntos a un pequeño viaje navideño el campo, cuando apenas era un niño. Era primera navidad fuera de la ciudad y estaba un poco renuente a dejar atrás el árbol envuelto en series de luces. Sin embargo, cuando vi el cielo estrellado, mi opinión cambió por completo.

               “Mira, hijo” me dijo mi padre mientras me abrazaba “Mira cuántas estrellas brillan en el cielo”. Y era verdad, un espectáculo del que me había perdido los pocos años de mi existencia por el solo hecho de ser citadino. Desde ese día volvíamos en cada navidad, cambiando la calidez de una cena a base de pavo por bocadillos acompañados con café. Sin embargo, el techo sobre nosotros era infinito, iluminado como ninguna casa que hubiera visto antes.

               Ahora estaba atrapado en ese hospital, condenado a llenar un mundo de papeleo para recuperar un cuerpo dentro de una bolsa, apresurado por despejar el lugar en el suelo para que alguien más viniera a morirse. Nadie quiere exhalar su aliento sentado en una silla y quedar esperando eternamente un turno que jamás llegaría. Por lo menos, tenderte en el piso te prepara un poco para el ataúd y el improvisado agujero en la tierra.

               Miré por la ventana a la gente arremolinada en la banqueta, junto a la reja principal, muchos de ellos en sillas de ruedas aferrados a sus tanques. Recordé también que a mi padre no le gustaban las concurrencias. Sin duda detestaba este lugar, pero cuando llegó ya no tenía más opciones. Siempre solía decir que el exceso de personas lo ponía mal, probablemente porque odiaba los días en que teníamos que ir a un centro eternamente saturado para abastecer nuestro negocio. Pero esos habían sido otros tiempos.

               Afortunadamente, el hospital contaba con un oportuno acuerdo con la funeraria, así que podían entregarme el cuerpo en el ataúd que mis posibilidades permitieran. Pregunté si los féretros se fabricaban en China, provocando la sonrisa del encargado. No bromeaba, pero tampoco me molesté en aclarar la situación. Mi padre desconfiaba todo lo que producía en el oriente lejano. Cuando se enteró que la enfermedad venía desde allá, no dejaba de mencionar que no llegaría demasiado lejos porque el virus seguramente estaría defectuoso. Con los días nos dimos cuenta que no era así.

               La enfermedad tenía una manufactura muy resistente, al grado de vaciar calles acostumbradas a un tropel interminable de peatones. Pronto también golpeó nuestro pequeño negocio, obligándonos a buscar nuestros centavos en la calle para comer algo durante la cena. Siempre que pasábamos con nuestras mercancías por las avenidas, podía sentir en nuestras espaldas las miradas y los dedos acusatorios provenientes de balcones y ventanas. No podía verlos ni escuchar lo que decían, pero probablemente me culpaban por hacer salir a un señor de edad y exponerlo a la enfermedad, que tanta preferencia tenía por los ancianos. Ellos ignoraban que nuestro presente se reducía a dos opciones: quedarnos sin aire o quedarnos sin comida. Mi padre optó por la primera.

               Finalmente, el empleado de la funeraria subió el féretro a la carroza y, con una ceremonia ensayada cientos de veces, me dio el pésame indicando que estábamos listos para partir. La periferia del hospital hervía de actividad, pero cuando nos alejamos un par de calles me percaté que la ciudad estaba prácticamente desierta a esa hora de la madrugada. El cielo se hallaba desnudo, pero los árboles y los balcones rebosaban de luces multicolores. Me trajeron a la mente los días anteriores cuando, provisto con lo poco que habíamos logrado ahorrar, salí para comprar un poco de romeritos y frutas para el ponche. Este año no podríamos realizar nuestra acostumbrada acampada navideña, pero al menos tendríamos una cena tradicional.

               Cuando volví de la compra ese día escuché por primera vez la tos de mi padre, discreta pero constante. No me dijo nada sobre ello, solamente me recomendó guardar bien las cosas para tenerlas listas en navidad. Posiblemente podríamos completar el menú con unas barras de pan. Cuando me di la vuelta lo escuché luchar para contener un acceso de tos más fuerte, que terminó venciéndolo.

               Llegando a la casa instruí al empleado de la funeraria para que dejara el ataúd sobre la mesa. Le di una algunas monedas de propina que miró con desagrado y me dejó solo al instante, probablemente buscando salir de una casa marcada por la enfermedad. Contemplé la caja sobre su improvisado soporte, sabiendo que mi padre reposaba dentro de ella. Pero hace tan solo veinticuatro horas no había sido así. Un día antes él estaba sentado sobre el sillón, esperando una ambulancia que tardó una eternidad y luchando por un oxígeno que no podíamos pagar. En los intervalos que los violentos ataques de tos se lo permitían, no paraba de decirme que compensaríamos el año siguiente con una acampada aún mayor que las anteriores. Cuando llegamos al hospital, quise arrancarle la promesa de que volveríamos juntos para nuestra cena de navidad. Él ya no respondió, solamente me dirigió una última mirada vidriosa y se desplomó el suelo.

               En cierto modo, pudo volver a casa. Pero ya no habrá cena navideña, ni regalos ni felicitaciones a la mañana siguiente. Apagué la luz, pero podía adivinar el contorno del féretro en la oscuridad, así que desvié mi vista hacia la ventana. Ahí afuera brillaban las luces en los balcones y en los árboles. Empañadas por las lágrimas que recién acudían a mis ojos parecían estrellas. Y yo sentía aún el abrazo de mi padre.

               “Mira, hijo” me decía “Mira cuántas estrellas brillan en el cielo”.

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